martes, 9 de marzo de 2010

"Rashomon" y "En el bosque" de Ryonosuke Akutagawa.

Rashomon

Ocurrió en un crepúsculo: un hombre de miserable condición aguardaba, bajo Rashomon, que amainara la lluvia.
No había ninguna otra persona bajo la gran Puerta. Apenas, sobre una enorme columna que había perdido fragmentos de su enlucido rojo, estaba posado un saltamontes. Rashomon se encuentra en la avenida Suzaku, y en ella podría esperarse encontrar, además de este hombre, a otras personas guareciéndose de la lluvia, mujeres tocadas con el sombrero cónico o samurais con el eboshi. Sin embargo, nadie estaba ahí, con excepción de él.
"¿Por qué?", se preguntarán ustedes. Bien, durante ese último par de años una serie de calamidades -sismos, ciclones, incendios, hambre- se habían abatido sobre la ciudad de Kyoto, y habían acarreado un desolación poco común en la capital. Una antigua crónica dice que hasta fueron rotas las estatuas de Buda, los objetos del culto budista, y que las delicadas maderas, enlacadas con cinabrio o enchapadas con oro y plata, fueron apiladas en los bordes de los caminos, donde se las vendía como combustible. Y dado que la propia capital se hallaba en semejante estado era natural que no se tuviera en cuenta la necesidad de refaccionar Rashomon: no había quien prestara atención al asunto. Cuando cayó completamente en ruinas, zorros y ladrones se aprovecharon de ella, unos y otros hicieron ahí sus madrigueras. Hasta se llegó a arrojar los cadáveres no reclamados en la galería de Rashomon. Y cuando caía el día, la gente atemorizada ni siquiera aceptaba aproximarse al lugar.
En cambio venían los cuervos, en grandes bandadas, no se sabía de dónde. Durante el día volaban en círculo, innumerables, graznando alrededor de las altas torres. Y al caer el sol se esparcían como granos de sésamo sembrados bajo el cielo púrpura que se dilataba por encima de la Puerta. Venían, evidentemente, para devorar los cadáveres abandonados.
Ese día, tal vez debido a lo tardío de la hora, no se veía a ninguno. Pero sus cagadas, caídas aquí y allá, formaban pequeñas manchas blancas sobre la escalera de piedra que amenazaba desplomarse y sobre las grandes matas de hierba que invadían las grietas. De pie en el más alto de los siete peldaños, el hombre, acurrucado bajo la tela de su kimono azul oscuro desvaído por los muchos lavados, miraba caer la lluvia con aire ausente. Su única preocupación era una gruesa pústula que emergía de su mejilla derecha.
Lo dije: "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". En rigor de verdad, este hombre no tenía otra cosa que hacer, lloviera o no. En situación normal, debería estar cerca de su amo; pero éste lo había despedido cuatro o cinco días antes. Por aquella época la ciudad de Kyoto era presa, como ya lo dije, de una desolación poco común, de la cual la desgracia de este hombre expulsado por el amo al que había servido durante mucho tiempo era apenas una consecuencia insignificante. De modo que mejor hubiera sido decir: "Un hombre de miserable condición, desprovisto de todo recurso, estaba bloqueado por la lluvia, sin saber adonde ir", en vez de "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". Por lo demás, ese día el aspecto del cielo contribuía notablemente a la depresión moral de aquel hombre de la época de Heian. La lluvia que había comenzado a caer en las primeras horas de la tarde, no parecía tener intención alguna de parar. Abstraído por el urgente problema que constituía su supervivencia inmediata, tratando de resolver una cuestión que sabía sin solución, el hombre escuchaba con aire ausente y rumiando deshilvanados pensamientos el ruido de la lluvia que caía sobre la avenida Suzaku.
La lluvia envolvía Rashomon, y ráfagas que venían de lejos amplificaban el ruido de su caída. Poco a poco las tinieblas fueron copando el cielo, y del techo colgaban, en el extremo de tus tejas inclinadas, torpes masas de sombrías nubes.
Para resolver un problema insoluble, no podía tardar en encontrar un medio. De lo contrario, bien podría morir de hambre al pie de un talud o al borde de un camino, y entonces su cadáver sería arrojado a la galería de la Puerta como el de un perro reventado. "Si todos los medios fueran permitidos...". El pensamiento del hombre, después de muchas vacilaciones se concentró sobre este punto decisivo. Pero, después de todo, ese "si" era para él, en tales circunstancias, lo mismo que "sí". Claro que aun reconociendo que cualquier medio sería justificado, al hombre le faltaba el coraje necesario para dar el primer paso exigido por su situación y admitir francamente esta conclusión inevitable: "No queda otro recurso que hacerme ladrón".
Lanzando un fuerte estornudo se estiró perezosamente. En Kyoto, donde la temperatura baja mucho al anochecer, el frío obligaba a añorar el fuego. En la oscuridad que comenzaba a reinar, el viento soplaba con violencia entre las columnas de la Puerta. El saltamontes posado sobre la columna enlucida con cinabrio había desaparecido.
El hombre, hundiendo el cuello entre los hombros, recorrió con la mirada los alrededores de la Puerta, mientras elevaba los bordes del kimono que llevaba sobre su ropa interior amarilla. Porque había decidido buscar, para pasar la noche, un lugar donde pudiera dormir tranquilo, lejos de las miradas de los hombres y al abrigo de la lluvia y el viento. Su mirada dio con una larga escalera que conducía a la galería de la Puerta. En cualquier caso, allí sólo encontraría cadáveres. Entonces, cuidándose para que su sable no se deslizara de la vaina, apoyó un pie calzado con sandalia en el primer peldaño de la escalera.
Transcurrieron algunos instantes. A mitad de camino sobre la alta escalinata que conducía a la galería, agazapado como un gato, reteniendo el aliento, espió para ver qué sucedía arriba. La luz que bajaba iluminaba tenuemente su mejilla derecha, esa mejilla en la que, bajo la maza de una patilla corta brotaba un grano rojo y purulento. Al comienzo, el hombre había estado lejos de imaginar que allí encontraría otra cosa que cadáveres. Pero cuando subió por los primeros dos o tres escalones, le pareció que arriba había luz, y que alguien la movía. Su sospecha provenía del hecho de que un resplandor molesto y amarillo se reflejaba, vacilante, desplazándose sobre el techo en cuyos rincones colgaban telarañas. Sin duda no podía ser una persona normal la que en esa noche de lluvia andaba con una luz en la galería de Rashomon.
Trepando tan silenciosamente como una salamanquesa, el hombre alcanzó el último peldaño de la escalinata. Y aplastando el cuerpo y estirando el cuello tanto como le era posible, observó, casi transido de espanto, el interior de la galería. Tal como lo esperaba, cadáveres descuidadamente arrojados alfombraban el suelo. Pero como el sector iluminado era menos amplio que lo que había imaginado, no pudo precisar el número de muertos. Apenas podía distinguir, con esa luz débil, que algunos cuerpos estaban desnudos y otros vestidos. Había hombres y mujeres, le pareció. Todos esos cadáveres, sin excepción, yacían en el suelo como muñecos caídos con las bocas abiertas y los brazos extendidos. ¡Quién reconocería en ellos a los seres vivientes de ayer! Algunas partes protuberantes de esos cuerpos, como las espaldas y los pechos, iluminados por vagos resplandores, hacían que el resto pareciese más sombrío. Estaban como coagulados en un mutismo implacable.
El olor de la descomposición lo había impulsado a taparse la nariz con la mano; sin embargo, permitió que esta mano descendiera repentinamente, porque una sensación todavía más fuerte abolió casi a la del olor.
Sus ojos habían discernido una silueta acurrucada en medio de los cadáveres. Era una vieja descarnada, canosa, harapienta, macilenta, de aspecto simiesco. Con una antorcha de pino en su mano derecha se inclinaba, como si la estuviera examinando, sobre la cabeza de un cadáver cuya larga cabellera hacía suponer que era el de una mujer.
Petrificado por un miedo con el que se mezclaba la curiosidad, el hombre retuvo el aliento durante algunos instantes. Para citar la expresión del autor de la antigua historia, el hombre sintió "que se le erizaban los pelos". Pronto la vieja, plantando su tea entre las maderas del piso, acercó sus manos a la cabeza del cadáver que contemplaba, se puso a arrancar, uno por uno, a la manera de una mona que depila a su pequeño, los largos cabellos de la muerta que, bajo sus manos, parecían desprenderse con suavidad.
A medida que los cabellos eran arrancados, el temor del hombre cedió paso a un sentimiento de odio contra la vieja, un odio que se encendía más y más en su corazón. No, sería inexacto decir "contra la vieja". Se debería decir, más bien, que la repulsión contra el mal se apoderó del hombre y que esa repulsión crecía segundo a segundo. Si en ese instante alguien le hubiera planteado nuevamente el problema que lo había preocupado bajo Rashomon, es decir, la alternativa entre convertirse en ladrón o morir de hambre, sin duda alguna este hombre hubiera escogido sin vacilar la segunda posibilidad. Porque su odio hacia el mal comenzaba a inflamarlo como la antorcha que la vieja había clavado entre las maderas.
Pero él no comprendía por qué la vieja arrancaba los pelos de los muertos. De manera que le resultaba imposible formarse un juicio moral razonable. De todas maneras, para él, el solo hecho de depilar los cadáveres en la galería de Rashomon, en una noche de lluvia, constituía una falta imperdonable. Había olvidado que sólo unos momentos antes había decidido convertirse en ladrón.
El hombre saltó desde el último peldaño al suelo, y con la mano sobre la empuñadura del sable se aproximó a la vieja a grandes pasos. Obviamente, la vieja se asustó y saltó como una piedra disparada por una honda.
-¡Bestia! ¿Qué estás haciendo? -vociferó el hombre, cortándole el paso a la vieja que, enloquecida, tropezaba con los cadáveres, tratando de huir, mientras el hombre forcejeaba para impedirlo. Por unos instantes se empujaron en medio de los cadáveres, silenciosamente, con el resultado que es fácil imaginar. El hombre terminó por voltear violentamente a su contrincante sobre el suelo y torciéndole el brazo, un brazo descarnado como una pata de pollo, gritó:
-¿Qué haces aquí? ¡Habla o...!
Había desenvainado su espada, apoyando el brillante acero sobre el cuello de la vieja desplomada. Sin embargo, ésta se mantuvo en silencio. Con los brazos temblorosos, los hombros sacudidos por su respiración agitada y los ojos tan abiertos que casi se salían de sus órbitas, la vieja se obstinó en callar como otra muerta. Al verla de esta manera, el hombre comprendió claramente que la suerte de la vieja dependía de lo que él decidiera. Esto mitigó en su interior el odio que había sentido un instante antes. Sólo quedaba en él la satisfacción salvaje pero serena que sigue a una proeza culminada. Dejó que su mirada descendiera sobre la vieja y que su voz se suavizara:
-No me confundas con un policía. Sólo soy un viajero que pasaba por Rashomon. No quiero encadenarte ni arrestarte. Dime solamente qué es lo que hacías aquí a esta hora.
Ante estas palabras, la vieja miró al hombre con ojos aún más abiertos, ojos crueles de ave de rapiña con órbitas rojas. Luego, como si masticara alguna cosa, movió los labios cuyas arrugas se confundían con las de su cuello. En su descarnado gaznate se movía una prominente nuez de Adán.
-¡Los pelos! ¡Los pelos! Quiero hacer una peluca.
La inesperada banalidad de la respuesta decepcionó al hombre. El cambio de su estado de ánimo no pasó desapercibido para la vieja que, sin soltar los largos cabellos arrancados a la cabeza de la muerta cuchicheó como si croara:
-Claro, ya sé que arrancar el cabello de los muertos es una vileza. Pero, créamelo, ninguno de éstos merece otra cosa. La mujer a la que le quité estos cabellos, por ejemplo, iba al cuartel de los oficiales a vender carne seca de serpiente. La cortaba en tiras cortas y la hacía pasar por pescado. Si la peste no hubiera acabado con ella, seguiría haciendo lo mismo. Parece que los oficiales estaban contentos con esta dieta, decían que la carne era buena.
De todos los ladrones que rondan por los cala carne era buena. Y por mi parte no creo que ella hiciera mal. No podía hacer otra cosa para evitar morirse de hambre. Tampoco creo que mi conducta sea reprensible. Si no arrancara los pelos, moriría de hambre. ¿Qué quiere que haga? Hasta esta mujer, si pudiera enterarse, me perdonaría, estoy segura.
La vieja habló un poco más en esos términos.
El hombre, con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada, seguía con frialdad el discurso. Su mano derecha estaba atareada sobre la mejilla, con el grueso grano rojo y purulento. Y mientras así escuchaba a la vieja, el hombre sintió que una especie de decisión nacía en su pecho. La decisión que le había faltado cuando estaba bajo Rashomon, una decisión opuesta a la que había adoptado cuando se abalanzó sobre la vieja. Más aún: "morir de hambre" era para él, en esos momentos una idea tan lejana, tan ridícula, que ni siquiera podía detenerse a pensarla.
La vieja había terminado de hablar. El hombre le preguntó:
-¿Es verdad lo que dices?
Y después, adelantándose, abandonó bruscamente la atención de su grano, agarró a la vieja del cuello y le gritó en la cara:
-¡Entonces no te enojarás tampoco conmigo si te robo tu ropa? ¡Si no lo hiciera también yo moriría de hambre!
La desvistió rápidamente. Y con una patada envió sobre los cadáveres a la vieja que trataba de agarrarse de sus piernas. Había unos pasos hasta la escalera. Con la ropa rosada bajo el brazo, el hombre descendió velozmente y fue engullido por la noche oscura.
Un rato después la vieja, que había quedado tirada como una muerta, se levantó completamente desnuda, entre los cadáveres. A la luz de la llama que seguía dando su luz, se arrastró gimiendo, hasta la escalera. Desde ahí arriba, con la cabeza1 reclinada sobre la que colgaban los blancos cabellos cortos, se puso a mirar hacia la parte baja de Rashomon. Sólo veía tinieblas.
Qué se hizo del hombre, nadie, jamás lo supo.

En el bosque

DECLARACION DEL LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DE INVESTIGACIONES DE LA KEBUSHI

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

DECLARACION DEL MONJE BUDISTA INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. El marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su cara. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku1 cuatro sun2, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...

DECLARACION DEL SOPLON INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong1, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

DECLARACION DE UNA ANCIANA INTERROGADA POR EL MISMO OFICIAL

-Sí, es el cadáver de mi yerno. El no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehiro Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.

CONFESION DE TAJOMARU

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que vosotros matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matáis vosotros, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

CONFESION DE UNA MUJER QUE FUE AL TEMPLO DE KIYOMIZU

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera, ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El bandido había desaparecido, y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentí en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante, me aproximé a mi marido, y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte. Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podría hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)

LO QUE NARRÓ EL ESPIRITU POR LABIOS DE UNA BRUJA

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No le escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. El le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos.
Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¿Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado? Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible? ¿Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas? Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas, hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone, ¿no tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza? ¿Quieres que la mate? ...».
Solamente por esta actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla.
Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo del sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...

[Diciembre de 1921]

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