lunes, 8 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Toda una toma de posiciones: DOGMA 95.

El voto de castidad

Juro que me someteré a las reglas siguientes, establecidas y confirmadas por:

  1. El rodaje debe realizarse en exteriores. Accesorios y decorados no pueden ser introducidos (si un accesorio en concreto es necesario para la historia, será preciso elegir uno de los exteriores en los que se encuentre este accesorio).
  2. El sonido no debe ser producido separado de las imágenes y viceversa. (No se puede utilizar música, salvo si está presente en la escena en la que se rueda).
  3. La cámara debe sostenerse en la mano. Cualquier movimiento -o inmovilidad- conseguido con la mano están autorizados.
  4. La película tiene que ser en color. La iluminación especial no es aceptada. (Si hay poca luz, la escena debe ser cortada, o bien se puede montar sólo una luz sobre la cámara).
  5. Los trucajes y filtros están prohibidos.
  6. La película no debe contener ninguna acción superficial. (Muertos, armas, etc., en ningún caso).
  7. Los cambios temporales y geográficos están prohibidos. (Es decir, que la película sucede aquí y ahora).
  8. Las películas de género no son válidas.
  9. El formato de la película debe ser en 35 mm.
  10. El director no debe aparecer en los créditos.

¡Además, juro que como director me abstendré de todo gusto personal! Ya no soy un artista. Juro que me abstendré de crear una obra, porque considero que el instante es mucho más importante que la totalidad. Mi fin supremo será hacer que la verdad salga de mis personajes y del cuadro de la acción. Juro hacer esto por todos los medios posibles y al precio del buen gusto y de todo tipo de consideraciones estéticas.

Así pronuncio mi voto de castidad.

Copenhague, Lunes 12 de marzo de 1995.

En nombre de Dogme 95,

Lars von Trier - Thomas Vinterberg

UN HITO HISTÓRICO: EL CÓDIGO HAYS.

CÓDIGO HAYS

Código de censura cinematográfico de 1930: R.P.Daniel A. Lord, S.J.Martin Quigley, Will H. Hays.

Código de censura que inaugurara la M.P.P.A. -Asociación de Productores Cinematográficos de los EEUU) el 31 de marzo de 1930 y que hasta 1956 no alteró su contenido. Fue derogado en los años 60.

PRINCIPIOS GENERALES

(1) No se autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores. Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el pecado.

(2) Los géneros de vida descritos en el film serán correctos, tenida cuenta de las exigencias particulares del drama y del espectáculo.

(3) La ley, natural o humano, no será ridiculizada y la simpatía del auditorio no Irá, hacia aquellos que la violentan.

CRÍMENES

(1) El asesinato.

(a) La técnica asesinato deberá ser presentada de manera de no suscitar la imitación.

(b) No se mostrarán los detalles de los asesinatos brutales.

(e) La venganza, en nuestros días, no será justificada.

(2) Los métodos de los criminales no deberán ser presentados con precisión

(a) Las técnicas del robo, de la perforación de cofres-fort y el dinamitado de trenes, minas y edificios, no deben ser detalladas.

(b) Se observarán las mismas precauciones en lo que concierne al Incendio voluntario.

(c) La utilización de armas de fuego será reducida al mínimo estricto.

(d) La técnica del contrabando no será expuesta

(3) El tráfico clandestino de drogas y usó de éstas no serán mostrados, en ningún film.

(4) Fuera de las exigencias propias de la trama y de la pintura de los personajes, no se dará lugar al alcohol en la vida norteamericana.

LA SEXUALIDAD

El carácter sagrado de la institución del matrimonio y del hogar será mantenido. Los films no dejarán suponer que formas groseras de relación sexual son cosa frecuente o reconocida.

(1) El adulterio y todo comportamiento sexual ilícito, a veces, necesarios para la Intriga, no deben ser objeto de una demostración demasiado precisa, ni ser justificados o presentados, bajo un aspecto atractivo.

(2)Escenas de pasión.

(a) No deben ser introducidas en la trama salvo que sean Indispensables.

(b) No sé mostrarán besos ni abrazos de una lascividad excesiva, de poses o gestos sugestivos.

(3) En general, el tema de la pasión debe ser abordado de manera de no despertar emociones viles o groseras seducción: la violación.

(a) Nunca deben aventurarse más lejos, en este dominio, que de la alusión, y esto únicamente cuando la trama no pueda evitarlo. Estos temas nunca deben ser objeto de una descripción precisa. Incluso la descripción de la víctima debatiéndose ante la violación está prohibida.

(b) Nunca son convenientes para una comedia.

(4) Las perversiones sexuales y toda alusión a éstas están prohibidas.

(5) Nunca se tratará el tráfico de blancas.

LA VULGARIDAD

Abordando temas groseros, repugnan­tes y desagradables, pero no necesa­riamente malos, se deberá atender alas exigencias del buen gusto y se respetará la sensibilidad del espectador.

BLASFEMIAS

Las blasfemias intencionales y todo propósito Irreverente o vulgar, están prohibidas bajo todas sus formas. El personaje de Cristo debe ser tratado con respeto. Cristo no es tema para una comedia. Iguales reglas regirán en, lo que atañe a la Santa Virgen.,

El Código de Producción no dará consentimiento al empleo en un film de ninguna de las palabras de la lista siguiente, que no es exhaustiva: Dios: Señor; Jesús; Cristo (empleado con irreverencia); Mierda, Kilombo; Jodido; Jodedor, Caliente (referido a una mujer); Virgen; Puta: Mariquita; Cornudo; Hijo de puta; Metido; Chistes de W.C.: Historietas de viajantes de comercio y de hijas de granjeros; Condenado; Infierno (salvo cuando estas dos últimas palabras son Indispensables y necesarias a la representación, en un contexto histórico correcto, en una escena a un diálogo, fundamentados sobre un hecho histórico o folklórico o a raíz de una cita bíblica, en su contexto, o una cita literaria, y a condición de que no se haga ningún empleo de esas palabras que no sea conforme al buen gusto o reprensible en sí).

EL VESTUARIO

(1) El desnudo completo no se admite en ningún caso. Esta prohibición alcanza al desnudo de hecho, al desnudo en siluetas y a toda visión licenciosa de una persona desnuda a la vista de otros personajes del film. Se prohíbe Igualmente mostrar los órganos genitales de los niños, comprendidos los de los recién nacidos. Los órganos genitales del hombre no se deben delatar, bajo un ropaje de bolsas o de pliegues sugestivos. Si un tema histórico exige un pantalón ajustado, la forma característica de los órganos genitales debe ser suprimida en la medida de lo posible. Los órganos genitales de la mujer no deben delatarse, bajo un tul, ni en sombras, ni como un surco. Toda alusión al sistema capilar, incluidas las axilas, está prohibida.

(2) Las escenas de quitarse las ropas deben evitarse si no son Indispensables para la trama. En lo sucesivo queda prohibido mostrar a las mujeres quitándose las medias. Nunca un hombre deberá quitar las medias a una mujer. No está permitido para los hombres quitarse el pantalón. Si el argumento lo exige, se los puede Mostar don el pantalón ya quitado a condición, son embargo, de presentarlos con una ropa interior conveniente.

(3) Las exhibiciones están prohibidas.

El ombligo también.

(4) Los vestuarios de la danza que permitan exhibiciones inconvenientes y movimientos incidentes durante la danza, están prohibidos.

EL BAILE

(1) Las danzas que sugieran o representen actos sexuales o pasionales indecentes están prohibidas.

(2) Las danzas que acentúen los movimientos indecentes serán juzgadas obscenas. Todo menear de caderas y todo moviendo del bajo vientre deben ser vigilados estrictamente.

LA RELIGIÓN

Los ministros del culto en sus funciones de ministros de culto no serán mostrados nunca bajo un aspecto cómico o crapuloso. Los sacerdotes, los pastores y las religiosas nunca se podrán mostrar capaces de un crimen o de un grupo impuro.

DECORADOS

El buen gusto y la delicadeza deben regir la utilización de los dormitorios. Evitar dar demasiada Importancia a la cama. Es preferible que las parejos ca­sadas duerman en camas separadas. Si es imposible evitar la cama común, no se permitirá bajo ningún concepto mostrar a la pareja en la cama el mismo tiempo.

TEMAS REPROBABLES

Los temas siguientes deben ser tra­tados sin pasar las fronteras del buen gusto:

(1) El ahorcamiento o la electrocutaciónn como castigos legales del crimen.

(2) El estrangulamiento.

(3) La brutalidad y, lo macabro. Toda alusión a la cópula de un hombre y un cadáver está prohibida y, si se muestra a una muerta, evitar darle un aire seductor.

(4) La marca con fuego de animales y hombres.

(5) La crueldad visible hacia animales, y niños. La Palmada en el trasero está permitida si encuentra una justificación en la trama. Nunca será aplicada sobre las nalgas desnudas.

(6) La venta de mujeres o una mujer vendiendo su virtud.

(7) Las operaciones quirúrgicas. Toda visión de un bisturí o de una aguja hipodérmica que penetra en la piel, toda extracción de sangre, están prohibidos. Las heridas se deben mostrar un mínimo estricto de sangre. Incluso en los films de guerra.

DECISIONES PARTICULARES SOBRE EL VESTUARIO

Se ha decidió que las medidas tomadas por el Código de Producción en lo que atañe al vestuario, el desnudo, las exhibiciones indecentes no se deben interpretar de manera de excluir escenas auténticamente fotografiadas en países extranjeros que muestran la vida indígena en ese país, si esas escenas forman parte integral de un film que describe exclusivamente la vida indígena, a condición de que esas escenas no tengan nada de reprensible en ellas mismas que no sean empleadas en ningún film realizado en estudios, y que no se subraye en modo alguno en esas escenas las particularidades del cuerpo; del vestuario o de la ropa de los indígenas.

EL ALCOHOL

El uso de alcohol nunca se debe representar de manera excesiva. En las escenas de la vida americana, las exigencias de la trama y de una pintura satisfactoria de los personajes pueden sólo justificar su existencia. E incluso en ese caso, el realizados deberá dar pruebas de moderación.

DECISIONES PARTICULARES SOBRE LA SEXUALIDAD

Por respecto al carácter sagrado del matrimonio y del hogar el “triangulo” –si se entiende por tal el amor de un tercero por una persona ya casada— será objeto de un tratamiento particularmente circunspecto. No debe presentar institución del matrimonio como antipática.

Las escenas de pasión deber ser tratadas sin olvidar qué es la naturaleza humana, y cuales son las acciones habituales. Numerosas escenas no pueden ser presentadas sin despertar emociones peligrosas en los jóvenes, los retardados y los criminales.

Incluso en los límites del amor puro, hay hechos cuya presentación ha sido siempre considerada por los juristas como peligrosas.

Cuando se trata de un amor impuro, de un amor que la sociedad siempre ha tenido por malo o que la ley divina condena importa observar las reglas siguientes.

(1) Un amor impuro nunca debe parecer atractivo o hermoso.

(2) No debe ser objeto de una comedia o de una farsa, o utilizado para provocar la risa.

(3) No debe originar en el espectador el deseo o una curiosidad malsana.

(4) No debe parecer justo ni permitido.

(5) En general, no se lo debe detallar ni en el método ni en la manera.

DECISIONES PARTICULARES SOBRE EL DESNUDO

(1) El efecto del desnudo, o del semidesnudo, sobre los hombres y las mujeres normalmente constituidos, y más aún sobre los adolescentes y los retardados ha sido reconocido con honestidad por los que hacen las leyes y los moralistas.

(2) De donde se desprende el hecho de que la posible belleza de un cuerpo desnudo o semi-desnudo no impide la inmoralidad de su exhibición en el film. Pues a pesar de su belleza, el efecto de un cuerpo desnudo o semidesnudo sobre un individuo normal debe ser tomada en consideración.

(3) El recurso del desnudo o del semidesnudo con el simple propósito de “sazonar” un film debe colocarse entre las acciones inmorales. Es inmoral en su efecto sobre el espectador medio.

(4) El desnudo en ningún caso puede ser de una importancia vital para la trama. El semidesnudo no debe traducirse en exhibiciones inconvenientes u obscenas.

(5) Las telas transparentes o translúcidas y las siluetas son con frecuencia más sugestivas que un desnudo hecho.

DECISIONES PARTICULARES SOBRE LA DANZA

A la danza se la considera universalmente como un arte y un medio de expresión de emociones humanas particularmente bellas.

Pero las danzas que sugieren o representan actos sexuales, sean ejecutadas por una, dos o numerosas personas, las danzas que tienen por fin provocar reacciones emotivas del público, las danzas que originan movimientos de senos, una agitación excesiva del cuerpo estando inmóviles, son un ultraje al pudor y son malas.

Los siguientes puntos son sólo orientativos para realizar un comentario fílmico.

ALGUNAS ORIENTACIONES PARA UN COMENTARIO FÍLMICO EN SU APLICACIÓN DIDÁCTICA.

Análisis de la película.

1.- Los aspectos formales y técnicos de tratamiento de temas y situaciones
1.- Tratamiento iconográfico
1.1.- Encuadre (campo y fuera campo)
1.2.- Composición y profundidad de los elementos de encuadre
1.3.- Angulación y escala de encuadres o planificación
1.4.- Iluminación y tratamiento del color

2.- Tratamiento narrativo
2.1.- Elección de núcleos dramáticos
2.2.- Hilo conductor
2.3.- Situaciones y personajes y relación con el hilo conductor
2.4.- Ritmo narrativo y resolución

3.- Construcción de la estructura audiovisual
3.1. -Tipo de montaje
3.2.- Elipsis significativas
3.3.- Utilización del movimiento (de referentes y de cámara)
3.4.- Uso de sonido

4.- Comentario, valoración crítica y conclusiones

Aplicación Didáctica.

1.- La descripción comentada del contenido.

2.- La integración del material cinematográfico en el currículo (asignaturas, niveles y contenidos del temario).

3.- El aprovechamiento didáctico, a través de la formulación de objetivos, finalidad específica, propuestas metodológicas y de secuenciación y temporalización del visionado.

sábado, 30 de octubre de 2010

Cine y Geografía: los documentales.

Para el tema del Cine y la Geografía me han interesado los documentales del cineasta Werner Herzog. La faceta documentalista de este director no es muy conocida, pero son especialmente sugerentes. Estoy pensando en “Fata Morgana”, sobre el desierto, “Lecciones de oscuridad,” sobre el desastre ecológico de la Guerra de Kuwait, “Grizzy man,” que trata de Alaska y la experiencia del amante de los osos Treadwell, “The Wild Blue Yonder,” sobre la conciencia ecológica desde una clave de ciencia-ficción, “The White Diamond,” trata sobre la posibilidad de filmar los árboles desde el cielo….Todos estos documentales insisten en la faceta paisajística de la naturaleza, así como del peligro en que se encuentra ésta ante la indiferencia y barbarie humana.

Cine y Geografía: un interesante documento de la Universidad Carlos III de Madrid.

lunes, 20 de septiembre de 2010

jueves, 19 de agosto de 2010

miércoles, 10 de marzo de 2010

De la película "Smoke" de Wayne Wang.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN
Paul Auster


Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

martes, 9 de marzo de 2010

e.e. cumming en "Hannah y sus hermanas."

somewhere i have never travelled, gladly beyond
any experience,your eyes have their silence:
in your most frail gesture are things which enclose me,
or which i cannot touch because they are too near

your slightest look easily will unclose me
though i have closed myself as fingers,
you open always petal by petal myself as Spring opens
(touching skilfully, mysteriously) her first rose

or if your wish be to close me, i and
my life will shut very beautifully, suddenly,
as when the heart of this flower imagines
the snow carefully everywhere descending;

nothing which we are to perceive in this world equals
the power of your intense fragility: whose texture
compels me with the color of its countries,
rendering death and forever with each breathing

(i do not know what it is about you that closes
and opens; only something in me understands
the voice of your eyes is deeper than all roses)
nobody, not even the rain, has such small hands




En algún lugar al que nunca he viajado,
felizmente más allá de toda experiencia,
tus ojos tienen su silencio:
En tu gesto más frágil hay cosas que me rodean
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca.

Con solo mirarme, me liberas.
Aunque yo me haya cerrado como un puño,
siempre abres pétalo tras pétalo mi ser,
como la primavera abre, con un toque diestro y misterioso, su primera rosa.

O si deseas cerrarme, yo y
mi vida nos cerraremos muy bella, súbitamente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosa por doquier.

Nada que hayamos de percibir en este mundo iguala
la fuerza de tu intensa fragilidad, cuya textura
me somete con el color de sus campos,
retornando a la muerte y la eternidad con cada aliento.

Ignoro tu destreza para cerrar y abrir
pero cierto es que algo me dice
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas.
Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas.

"Rashomon" y "En el bosque" de Ryonosuke Akutagawa.

Rashomon

Ocurrió en un crepúsculo: un hombre de miserable condición aguardaba, bajo Rashomon, que amainara la lluvia.
No había ninguna otra persona bajo la gran Puerta. Apenas, sobre una enorme columna que había perdido fragmentos de su enlucido rojo, estaba posado un saltamontes. Rashomon se encuentra en la avenida Suzaku, y en ella podría esperarse encontrar, además de este hombre, a otras personas guareciéndose de la lluvia, mujeres tocadas con el sombrero cónico o samurais con el eboshi. Sin embargo, nadie estaba ahí, con excepción de él.
"¿Por qué?", se preguntarán ustedes. Bien, durante ese último par de años una serie de calamidades -sismos, ciclones, incendios, hambre- se habían abatido sobre la ciudad de Kyoto, y habían acarreado un desolación poco común en la capital. Una antigua crónica dice que hasta fueron rotas las estatuas de Buda, los objetos del culto budista, y que las delicadas maderas, enlacadas con cinabrio o enchapadas con oro y plata, fueron apiladas en los bordes de los caminos, donde se las vendía como combustible. Y dado que la propia capital se hallaba en semejante estado era natural que no se tuviera en cuenta la necesidad de refaccionar Rashomon: no había quien prestara atención al asunto. Cuando cayó completamente en ruinas, zorros y ladrones se aprovecharon de ella, unos y otros hicieron ahí sus madrigueras. Hasta se llegó a arrojar los cadáveres no reclamados en la galería de Rashomon. Y cuando caía el día, la gente atemorizada ni siquiera aceptaba aproximarse al lugar.
En cambio venían los cuervos, en grandes bandadas, no se sabía de dónde. Durante el día volaban en círculo, innumerables, graznando alrededor de las altas torres. Y al caer el sol se esparcían como granos de sésamo sembrados bajo el cielo púrpura que se dilataba por encima de la Puerta. Venían, evidentemente, para devorar los cadáveres abandonados.
Ese día, tal vez debido a lo tardío de la hora, no se veía a ninguno. Pero sus cagadas, caídas aquí y allá, formaban pequeñas manchas blancas sobre la escalera de piedra que amenazaba desplomarse y sobre las grandes matas de hierba que invadían las grietas. De pie en el más alto de los siete peldaños, el hombre, acurrucado bajo la tela de su kimono azul oscuro desvaído por los muchos lavados, miraba caer la lluvia con aire ausente. Su única preocupación era una gruesa pústula que emergía de su mejilla derecha.
Lo dije: "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". En rigor de verdad, este hombre no tenía otra cosa que hacer, lloviera o no. En situación normal, debería estar cerca de su amo; pero éste lo había despedido cuatro o cinco días antes. Por aquella época la ciudad de Kyoto era presa, como ya lo dije, de una desolación poco común, de la cual la desgracia de este hombre expulsado por el amo al que había servido durante mucho tiempo era apenas una consecuencia insignificante. De modo que mejor hubiera sido decir: "Un hombre de miserable condición, desprovisto de todo recurso, estaba bloqueado por la lluvia, sin saber adonde ir", en vez de "Un hombre de miserable condición estaba allá, aguardando que amainara la lluvia". Por lo demás, ese día el aspecto del cielo contribuía notablemente a la depresión moral de aquel hombre de la época de Heian. La lluvia que había comenzado a caer en las primeras horas de la tarde, no parecía tener intención alguna de parar. Abstraído por el urgente problema que constituía su supervivencia inmediata, tratando de resolver una cuestión que sabía sin solución, el hombre escuchaba con aire ausente y rumiando deshilvanados pensamientos el ruido de la lluvia que caía sobre la avenida Suzaku.
La lluvia envolvía Rashomon, y ráfagas que venían de lejos amplificaban el ruido de su caída. Poco a poco las tinieblas fueron copando el cielo, y del techo colgaban, en el extremo de tus tejas inclinadas, torpes masas de sombrías nubes.
Para resolver un problema insoluble, no podía tardar en encontrar un medio. De lo contrario, bien podría morir de hambre al pie de un talud o al borde de un camino, y entonces su cadáver sería arrojado a la galería de la Puerta como el de un perro reventado. "Si todos los medios fueran permitidos...". El pensamiento del hombre, después de muchas vacilaciones se concentró sobre este punto decisivo. Pero, después de todo, ese "si" era para él, en tales circunstancias, lo mismo que "sí". Claro que aun reconociendo que cualquier medio sería justificado, al hombre le faltaba el coraje necesario para dar el primer paso exigido por su situación y admitir francamente esta conclusión inevitable: "No queda otro recurso que hacerme ladrón".
Lanzando un fuerte estornudo se estiró perezosamente. En Kyoto, donde la temperatura baja mucho al anochecer, el frío obligaba a añorar el fuego. En la oscuridad que comenzaba a reinar, el viento soplaba con violencia entre las columnas de la Puerta. El saltamontes posado sobre la columna enlucida con cinabrio había desaparecido.
El hombre, hundiendo el cuello entre los hombros, recorrió con la mirada los alrededores de la Puerta, mientras elevaba los bordes del kimono que llevaba sobre su ropa interior amarilla. Porque había decidido buscar, para pasar la noche, un lugar donde pudiera dormir tranquilo, lejos de las miradas de los hombres y al abrigo de la lluvia y el viento. Su mirada dio con una larga escalera que conducía a la galería de la Puerta. En cualquier caso, allí sólo encontraría cadáveres. Entonces, cuidándose para que su sable no se deslizara de la vaina, apoyó un pie calzado con sandalia en el primer peldaño de la escalera.
Transcurrieron algunos instantes. A mitad de camino sobre la alta escalinata que conducía a la galería, agazapado como un gato, reteniendo el aliento, espió para ver qué sucedía arriba. La luz que bajaba iluminaba tenuemente su mejilla derecha, esa mejilla en la que, bajo la maza de una patilla corta brotaba un grano rojo y purulento. Al comienzo, el hombre había estado lejos de imaginar que allí encontraría otra cosa que cadáveres. Pero cuando subió por los primeros dos o tres escalones, le pareció que arriba había luz, y que alguien la movía. Su sospecha provenía del hecho de que un resplandor molesto y amarillo se reflejaba, vacilante, desplazándose sobre el techo en cuyos rincones colgaban telarañas. Sin duda no podía ser una persona normal la que en esa noche de lluvia andaba con una luz en la galería de Rashomon.
Trepando tan silenciosamente como una salamanquesa, el hombre alcanzó el último peldaño de la escalinata. Y aplastando el cuerpo y estirando el cuello tanto como le era posible, observó, casi transido de espanto, el interior de la galería. Tal como lo esperaba, cadáveres descuidadamente arrojados alfombraban el suelo. Pero como el sector iluminado era menos amplio que lo que había imaginado, no pudo precisar el número de muertos. Apenas podía distinguir, con esa luz débil, que algunos cuerpos estaban desnudos y otros vestidos. Había hombres y mujeres, le pareció. Todos esos cadáveres, sin excepción, yacían en el suelo como muñecos caídos con las bocas abiertas y los brazos extendidos. ¡Quién reconocería en ellos a los seres vivientes de ayer! Algunas partes protuberantes de esos cuerpos, como las espaldas y los pechos, iluminados por vagos resplandores, hacían que el resto pareciese más sombrío. Estaban como coagulados en un mutismo implacable.
El olor de la descomposición lo había impulsado a taparse la nariz con la mano; sin embargo, permitió que esta mano descendiera repentinamente, porque una sensación todavía más fuerte abolió casi a la del olor.
Sus ojos habían discernido una silueta acurrucada en medio de los cadáveres. Era una vieja descarnada, canosa, harapienta, macilenta, de aspecto simiesco. Con una antorcha de pino en su mano derecha se inclinaba, como si la estuviera examinando, sobre la cabeza de un cadáver cuya larga cabellera hacía suponer que era el de una mujer.
Petrificado por un miedo con el que se mezclaba la curiosidad, el hombre retuvo el aliento durante algunos instantes. Para citar la expresión del autor de la antigua historia, el hombre sintió "que se le erizaban los pelos". Pronto la vieja, plantando su tea entre las maderas del piso, acercó sus manos a la cabeza del cadáver que contemplaba, se puso a arrancar, uno por uno, a la manera de una mona que depila a su pequeño, los largos cabellos de la muerta que, bajo sus manos, parecían desprenderse con suavidad.
A medida que los cabellos eran arrancados, el temor del hombre cedió paso a un sentimiento de odio contra la vieja, un odio que se encendía más y más en su corazón. No, sería inexacto decir "contra la vieja". Se debería decir, más bien, que la repulsión contra el mal se apoderó del hombre y que esa repulsión crecía segundo a segundo. Si en ese instante alguien le hubiera planteado nuevamente el problema que lo había preocupado bajo Rashomon, es decir, la alternativa entre convertirse en ladrón o morir de hambre, sin duda alguna este hombre hubiera escogido sin vacilar la segunda posibilidad. Porque su odio hacia el mal comenzaba a inflamarlo como la antorcha que la vieja había clavado entre las maderas.
Pero él no comprendía por qué la vieja arrancaba los pelos de los muertos. De manera que le resultaba imposible formarse un juicio moral razonable. De todas maneras, para él, el solo hecho de depilar los cadáveres en la galería de Rashomon, en una noche de lluvia, constituía una falta imperdonable. Había olvidado que sólo unos momentos antes había decidido convertirse en ladrón.
El hombre saltó desde el último peldaño al suelo, y con la mano sobre la empuñadura del sable se aproximó a la vieja a grandes pasos. Obviamente, la vieja se asustó y saltó como una piedra disparada por una honda.
-¡Bestia! ¿Qué estás haciendo? -vociferó el hombre, cortándole el paso a la vieja que, enloquecida, tropezaba con los cadáveres, tratando de huir, mientras el hombre forcejeaba para impedirlo. Por unos instantes se empujaron en medio de los cadáveres, silenciosamente, con el resultado que es fácil imaginar. El hombre terminó por voltear violentamente a su contrincante sobre el suelo y torciéndole el brazo, un brazo descarnado como una pata de pollo, gritó:
-¿Qué haces aquí? ¡Habla o...!
Había desenvainado su espada, apoyando el brillante acero sobre el cuello de la vieja desplomada. Sin embargo, ésta se mantuvo en silencio. Con los brazos temblorosos, los hombros sacudidos por su respiración agitada y los ojos tan abiertos que casi se salían de sus órbitas, la vieja se obstinó en callar como otra muerta. Al verla de esta manera, el hombre comprendió claramente que la suerte de la vieja dependía de lo que él decidiera. Esto mitigó en su interior el odio que había sentido un instante antes. Sólo quedaba en él la satisfacción salvaje pero serena que sigue a una proeza culminada. Dejó que su mirada descendiera sobre la vieja y que su voz se suavizara:
-No me confundas con un policía. Sólo soy un viajero que pasaba por Rashomon. No quiero encadenarte ni arrestarte. Dime solamente qué es lo que hacías aquí a esta hora.
Ante estas palabras, la vieja miró al hombre con ojos aún más abiertos, ojos crueles de ave de rapiña con órbitas rojas. Luego, como si masticara alguna cosa, movió los labios cuyas arrugas se confundían con las de su cuello. En su descarnado gaznate se movía una prominente nuez de Adán.
-¡Los pelos! ¡Los pelos! Quiero hacer una peluca.
La inesperada banalidad de la respuesta decepcionó al hombre. El cambio de su estado de ánimo no pasó desapercibido para la vieja que, sin soltar los largos cabellos arrancados a la cabeza de la muerta cuchicheó como si croara:
-Claro, ya sé que arrancar el cabello de los muertos es una vileza. Pero, créamelo, ninguno de éstos merece otra cosa. La mujer a la que le quité estos cabellos, por ejemplo, iba al cuartel de los oficiales a vender carne seca de serpiente. La cortaba en tiras cortas y la hacía pasar por pescado. Si la peste no hubiera acabado con ella, seguiría haciendo lo mismo. Parece que los oficiales estaban contentos con esta dieta, decían que la carne era buena.
De todos los ladrones que rondan por los cala carne era buena. Y por mi parte no creo que ella hiciera mal. No podía hacer otra cosa para evitar morirse de hambre. Tampoco creo que mi conducta sea reprensible. Si no arrancara los pelos, moriría de hambre. ¿Qué quiere que haga? Hasta esta mujer, si pudiera enterarse, me perdonaría, estoy segura.
La vieja habló un poco más en esos términos.
El hombre, con la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada, seguía con frialdad el discurso. Su mano derecha estaba atareada sobre la mejilla, con el grueso grano rojo y purulento. Y mientras así escuchaba a la vieja, el hombre sintió que una especie de decisión nacía en su pecho. La decisión que le había faltado cuando estaba bajo Rashomon, una decisión opuesta a la que había adoptado cuando se abalanzó sobre la vieja. Más aún: "morir de hambre" era para él, en esos momentos una idea tan lejana, tan ridícula, que ni siquiera podía detenerse a pensarla.
La vieja había terminado de hablar. El hombre le preguntó:
-¿Es verdad lo que dices?
Y después, adelantándose, abandonó bruscamente la atención de su grano, agarró a la vieja del cuello y le gritó en la cara:
-¡Entonces no te enojarás tampoco conmigo si te robo tu ropa? ¡Si no lo hiciera también yo moriría de hambre!
La desvistió rápidamente. Y con una patada envió sobre los cadáveres a la vieja que trataba de agarrarse de sus piernas. Había unos pasos hasta la escalera. Con la ropa rosada bajo el brazo, el hombre descendió velozmente y fue engullido por la noche oscura.
Un rato después la vieja, que había quedado tirada como una muerta, se levantó completamente desnuda, entre los cadáveres. A la luz de la llama que seguía dando su luz, se arrastró gimiendo, hasta la escalera. Desde ahí arriba, con la cabeza1 reclinada sobre la que colgaban los blancos cabellos cortos, se puso a mirar hacia la parte baja de Rashomon. Sólo veía tinieblas.
Qué se hizo del hombre, nadie, jamás lo supo.

En el bosque

DECLARACION DEL LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DE INVESTIGACIONES DE LA KEBUSHI

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

DECLARACION DEL MONJE BUDISTA INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. El marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su cara. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku1 cuatro sun2, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...

DECLARACION DEL SOPLON INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong1, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

DECLARACION DE UNA ANCIANA INTERROGADA POR EL MISMO OFICIAL

-Sí, es el cadáver de mi yerno. El no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehiro Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.

CONFESION DE TAJOMARU

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que vosotros matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matáis vosotros, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

CONFESION DE UNA MUJER QUE FUE AL TEMPLO DE KIYOMIZU

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera, ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El bandido había desaparecido, y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentí en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante, me aproximé a mi marido, y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte. Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podría hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)

LO QUE NARRÓ EL ESPIRITU POR LABIOS DE UNA BRUJA

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No le escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. El le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos.
Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¿Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado? Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible? ¿Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas? Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas, hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone, ¿no tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza? ¿Quieres que la mate? ...».
Solamente por esta actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla.
Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo del sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...

[Diciembre de 1921]

jueves, 25 de febrero de 2010